viernes, 3 de diciembre de 2021

Arterisco

 

 
Los más jóvenes no lo creeréis, pero hubo una época, no muy lejana, en la que las dudas que surgían en una conversación sobre algún dato o hecho histórico no se podían resolver rápidamente a golpe de pulgar o de clic buscando en Google. Había que posponer la comprobación del dato en cuestión -si es que en algún momento alguien lo comprobaba, cosa poco probable-. Esto derivaba a veces en acalorados enfrentamientos, cuando no en ruptura de amistad o de pareja. Me viene a la mente una discusión con colegas sobre cuántos metros tiene una milla que casi acaba con heridos. U otra sobre los idiomas hablados en Austria (wtf?!). Y otras tantas, igual o más absurdas, que hoy habrían supuesto una humillante recogida de cable tras preguntarle a Siri, y a otro tema. Recuerdo especialmente una, por disparatada, sobre la denominación correcta de cierto signo ortográfico: “arterisco” o “asterisco”. La controversia surgió una noche de fiesta en casa de una amiga. Reunión de 10 o 15 jovenzuelos fumados y alcoholizados. Alguien dice, a saber en qué contexto, “arterisco”. Otro -vale, fui yo- le corrige. Se abre el debate. No hay enciclopedias, ni diccionarios a mano. Por supuesto tampoco Internet, ni mucho menos smartphones -¿smartqué?-. Dos bandos se posicionan, enfrentados, defendiendo cada uno una de las dos formas. Sorprendentemente el debate parece estar igualado en número. Alguien propone una solución, tan absurda como democrática: “VOTEMOS”. Alzamos las manos, et voilà, gana “arterisco”. Ar-te-ris-co, manda cojones. Discusión finiquitada. 

La noche siguió con normalidad, pero yo me quedé tocado. Volví a casa con el epour si muove metido en la cabeza. Hasta me sentía sucio por haber dado por buena la incorrección, sin comprobación alguna, solo porque una mayoría así lo había decidido. ¿Pero es que no lo veían? Las creencias no pueden estar por encima de los hechos. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Aceptar que la Tierra es plana? ¿Que las vacunas no funcionan?

viernes, 5 de noviembre de 2021

Atrapados

 

 

Hace tiempo que vengo observando un curioso fenómeno en bares, restaurantes, pubs y demás sitios públicos donde los seres humanos nos reunimos para compartir mesa y conversación. Ocurre que, cuando hay dos comensales y uno se levanta, ya sea para ir al servicio, pedir algo en la barra, o cambiar de disco en la jukebox (esto último probablemente no pasa nunca, pero dejadme soñar), el que se queda solo en la mesa tarda milésimas de segundo en sacar el móvil y sumergirse en el mundo digital. Desenfunda con tal velocidad que siempre pienso que estaba deseando que el otro/a se fuera. Imagino dedicará esos breves instantes a comprobar si la foto que ha subido del café con leche con un corazón de espuma lleva los likes esperados o a conocer la última polémica en Twitter, #ardenlasredes. En cualquier caso, se pierde el sutil placer de observar a los demás, también conocido como cotilleo. A los que preferimos esto segundo, hay que reconocer que la fiebre digital nos ha aportado algo positivo: evitamos cruces de miradas incómodos (AKA “pilladas”). Por el contrario, ocurren menos cosas que cotillear. En resumen, y como diría Víctor Hugo, cada hombre está en su noche. El problema es que quizá esa noche nos está atrapando demasiado.

viernes, 29 de octubre de 2021

De ídolos y donuts

No me escondo: mi primer ídolo caído de los altares fue Pedja Mijatovic, exjugador del Valencia CF -y sí, también del Real Madrid-. Soy consciente de que su actual aspecto de proxeneta ruso no invita a imaginarlo como un gran futbolista, pero millenials, creedme, verlo jugar era una auténtica delicia. 

Hace ahora 25 años, el montenegrino -me encantaba este palabro- decidió irse a cierto equipo que no voy a nombrar más veces, negociando a espaldas del club valenciano y mintiendo a la afición. 1.500 millones de las futuras pesetas, 9 millones de euros, tuvieron la culpa.

En aquella época yo era abonado de Mestalla. Cuando se hizo pública la “traición” (sí, así de dramáticos somos los valencianos), varios amigos y yo decidimos acudir a nuestra visita quincenal al estadio con una pancarta (AKA “sábana pintada con un spray”) en la que habíamos escrito: “PEDJA, ERES TAN POBRE QUE SÓLO TIENES DINERO”. Ser futboleros no nos libraba de ser unos intensitos. El poético lema tuvo bastante éxito e, incluso, fue mencionado en algún periódico al día siguiente. Logro aparecer en prensa sin cometer delitos -> desbloqueado.

Me vino a la mente esta anécdota cuando Isabel Díaz Ayuso, en una encendida defensa de su amigo personal Nacho Cano, le echó en cara a Mónica García que el cantante, con tan solo 25 años, ya poseía tres veces más patrimonio que ella, rojaza pobretona -eso no lo dijo, pero lo pensó-. La verdad es que pocas declaraciones de IDA sorprenden ya, pero este caso me llamó la atención lo revelador del mensaje. La derecha ya reconocía públicamente lo que siempre había mascullado en privado: vales lo que tienes.

Y volví a acordarme de todo esto anoche, cuando la exCM del perro de Esperanza Aguirre volvió a hacer de las suyas en Twitter criticando la ley propuesta por Alberto Garzón que, en última instancia, procura reducir el consumo de productos insanos por parte de nuestros niños. La derecha de nuevo se erigió en defensa de los intereses empresariales, esta vez del sector alimenticio. Poco importa que nuestras cifras de obesidad infantil sean ya comparables con las de México o EEUU. Business is business. Libertad y tal. Compartamos fotos rodeados de donuts, huevos Kinder y demás guarrería industrial.

Luego dan la matraca con la “superioridad moral de la izquierda”. Pero, ¿cómo no nos vamos a considerar por encima moralmente de esta gentuza cuyo único valor es el dinero?. Lo ponen demasiado fácil.

lunes, 20 de septiembre de 2021

Mi extraterrestre

De repente me mira fijamente con sus ojitos color canela, se queda un instante pensativo y me pregunta: “¿quieres una chuche?”. Así rompe mi hijo el silencio cuando vamos andando juntos por la calle. Cual Rick ofreciéndole un cigarro al inspector Renault entre la niebla de Casablanca mientras la avioneta con Victor Laszlo vuela hacia el Mundo Libre. Acto seguido saca de algún bolsillo una nube, un tiburón, una araña, o cualquier golosina hiperazucarada y me la entrega con gesto de complicidad. 

*
Tiene ahora 10 años, edad suficiente como para que le dé vergüenza cogerme de la mano en público tal y como hacía ayer. Quien dice ayer, dice hace cinco años, pero a mí me lo parece. Sin embargo, aún es demasiado pequeño para alejarse, así que opta por una solución intermedia: me agarra del antebrazo como un señor mayor a su señora esposa. Aprovecha para descargar peso y dejarse llevar un poco. Con sus 35kg ya es un lastre considerable pero, siendo yo totalmente consciente de que en dos o tres años esto se acabará y andará dos metros por delante de mí sin dirigirme la palabra, asumo el alargamiento de brazo sin quejarme.

*
Me encanta preguntarle en qué piensa cuando lo veo callado. Su inocencia es tan pura que estoy convencido de que es sincero y me responde la verdad. “En Fortnite”. “En la profe”. “En Spiderman”, me dijo ayer. Estar absorto simplemente pensando en Spiderman. Me parece maravilloso.

*
Desde que empezó a hablar, anoto sus respuestas más ocurrentes en un cuaderno. Repasando notas, me quedo con este diálogo del año pasado:

    — Papá, ¿tú qué quieres ser de mayor?
    — Pero si ya soy mayor.
    — No, no, cuando seas muy mayor, con 70 años.
    — Uhm, vale: quiero ser el padre de un hijo feliz.
    — Pues eso ya lo tienes. Y mamá también.

*
Decía Francisco Umbral que hablar con un niño 
es lo más cerca que puedes estar en la vida de comunicarte con un extraterrestre. Por otra parte, dice Manuel Jabois que él evita a toda costa escribir sobre su propio hijo porque sabe que los padres nos ponemos muy pesados con el tema y estos textos finalmente son un coñazo. Estoy totalmente de acuerdo con ambos, faltaría más.

martes, 7 de septiembre de 2021

Así no, Disney

 

 
El pasado fin de semana, huyendo de las Fallas más atípicas de la historia -pero igual de molestas-, fui al cine con mi hijo a ver una película con nombre de cocktail tropical: “Jungle Cruise”. Se trata de una superproducción de aventuras, batiburrillo de clásicos del género como “Indiana Jones”, “Tras el corazón verde” y “Cocodrilo Dundee” que, contra todo pronóstico, disfruté y disfrutamos. Poco más de dos horas de acción, efectos especiales y algunas píldoras de humor que no se hacen excesivamente largas. No obstante, aparte de lo entretenida que pueda ser, he venido aquí a rajar de Disney por su torpeza tratando la homosexualidad por primera vez explícita de uno de sus personajes. Es, en resumen, un TODO MAL. [Atención, spoilers] Para empezar, el personaje encarnado por Jack Whitehall, que efectivamente sale del armario en pantalla dejando claro en una conversación con el protagonista, Dwayne Johnson, que no le gustan las mujeres (eso sí, sin pronunciar expresamente las palabras prohibidas “gay”, ni “homosexual”) es, para variar, amanerado, delicado, torpe y, como se señala en uno de los diálogos, pánfilo. Por si no fuera suficiente con aglutinar todos los rasgos negativos tradicionalmente asociados al género femenino, sus intervenciones en la película se reducen básicamente a protagonizar algunos gags de humor. Excepto, eso sí, al final cuando, en lo que parece un intento por parte de Disney de masculinizar su papel, noquea de un puñetazo a uno de los malos.

Como remate, el guion incluye un par de bromas / juegos de palabras propios del mismísimo Arévalo. En una escena el personaje gay le brinda ayuda al musculoso prota ofreciéndole “un palo para morder” *guiño *guiño, lo que este rechaza rotundamente con gesto muy asustado (ja ja, qué chispa). A continuación, le sugiere “sujetarle por detrás” *codazo *codazo, a lo que Johnson se opone también con cara de mucho miedo (un no parar de reír).

En fin, señoros de Disney: así no. Aprended de los clásicos, hace 2.700 años ya escribieron sobre el primer personaje no heterosexual, Aquiles, con elegancia y sin necesidad de parodiarlo, ni ridiculizarlo. Claro que Homero pasó a la Historia y vosotros no pasaréis de hacer blockbusters de verano.

martes, 31 de agosto de 2021

Sex data

 

Me cuenta una amiga que recientemente ha adquirido la costumbre de puntuar todos sus polvos y anotarlos en un cuaderno: fecha, amante y nota de 0 a 10. Lleva varios meses haciéndolo y, de vez en cuando, repasa sus calificaciones con la premisa siempre de no alterarlas. El objetivo de esto es tener un control de la frecuencia y, sobre todo, conservar datos fiables e inmediatos sobre los que la frágil y caprichosa memoria aún no ha actuado. Yo hago lo mismo desde hace años, si se puede comparar, con las películas que veo. Muchas veces he vuelto a ver una peli y me he sorprendido de mi racanería o mi generosidad a la hora de valorarla en el pasado. También me ha servido para evitar repetir alguna mal puntuada. Supongo que a largo plazo el sistema de mi amiga también le puede servir para lo mismo.

Con reseñas suficientes tendrá una base de datos de amantes bastante fiable. Es más, sería buena idea que hiciéramos todos lo mismo y compartiéramos la información, en plan Tripadvisor de restaurantes, pero con orgasmos -o ausencia de-. Claro que a nadie le gustaría verse en esa especie de red social sexual colaborativa con una mala puntuación. Sería muy doloroso, por muy en alta estima que se tenga uno, descubrir que aquella noche en la que a ti te pareció que merecías salir a hombros de la habitación la otra persona estaba deseando sacarte a patadas.

Otro debate es si debería incluirse en este big data la puntuación de las masturbaciones. La base de datos de onanismo ocuparía varios Teras en muchos casos, pero podría ser útil para cruzarla con la de coitos. Quién sabe, a lo mejor nos llevaríamos la sorpresa de que el amante mejor valorado se llama Satisfyer y que estamos un poco más cerca de la extinción.

viernes, 16 de abril de 2021

De mi abuelo, el Challenger y el timo de Wallapop

 


Recuerdo con -relativa- nitidez el día que murió mi abuelo. Estaba yo jugando en el salón de mi casa mientras en el televisor se repetían en bucle las imágenes del accidente de un transbordador espacial con tripulación a bordo (el Challenger). Mi madre volvió del hospital y, con los rojos enrojecidos, me dio la noticia del fallecimiento de su padre. Lo primero que le pregunté fue que por qué eso no lo estaban contando en la tele y sin embargo hablaban sin parar de la explosión de un cohete. Mi madre me miró con una extraña sonrisa, detrás de la cual ahora entiendo estaría el pensamiento de que le había salido un hijo gilipollas. Dos contando a mi hermano.

Hay muchas formas de recordar a un ser querido, tantas como familias. La mía escogió contar poco de mi abuelo, pero usar con frecuencia sus frases (“como decía el yayo”). Tanto que yo sigo haciéndolo, hasta el punto de casi tener el improbable recuerdo de habérselas oído pronunciar a él personalmente. Sin ir más lejos, hoy he utilizado una de sus genuinas sentencias con un compañero que me contaba, entre sorprendido e indignado, la última novedad en el vetusto arte del fraude. Se trata de un timo que arrasa en Wallapop y que consiste en lo siguiente: un comprador se muestra interesado en un artículo que tienes en venta, te da el ok sin mucho marear (esto ya es sospechoso para cualquiera que haya utilizado estas apps) y acuerda realizarte el pago a través de bizum. La víctima -tú-, presa de la euforia, suele darle al botón de aceptar cuando le salta un mensaje en el móvil que cuadra con la cantidad pactada, sin reparar en que lo que ha recibido es una solicitud de dinero en lugar de un pago. Vamos, que el timador se lleva los 30€ que tú pedías por la sillita de bebé de tu hijo ya adolescente y tú te quedas con la sillita de bebé, tu hijo adolescente, 30€ menos y cara de idiota. Hay que reconocerles ingenio en la jugada. O, como diría mi abuelo: quant de treball per tal de no treballar.

sábado, 27 de marzo de 2021

Spleen de marzo

6:15 am. La noche aclara por el horizonte, empieza a amanecer. Escucho el tren que pasa por las vías aledañas a casa. Graznan las gaviotas -exotismos de vivir cerca del mar-. El goteo nocturno de coches en la calle se transforma en pocos minutos en el tráfico denso de cada día. La ciudad despierta, se despereza torpe y ruidosa, como un gigante somnoliento. La alarma del reloj da el pistoletazo de salida y la vida arranca a ritmo del noticiario que suena ya de fondo. La rutina parece tomar forma con normalidad. Pero sólo eso: lo parece. Algo en el ambiente delata la farsa. Todo sigue aletargado, gris, sumido en una extrañeza que no se desvanece.

Un elocuente titular hace un año, en pleno confinamiento, decía en referencia al cambio horario pertinente de estas fechas: “a las 2 serán las 3, y da igual”. Mañana volveremos a cambiar la hora; por enésima última vez a las 2 serán las 3 y, reconozcámoslo, también da igual. 

martes, 16 de marzo de 2021

El Pinzas



A cada uno de los más de 8.000 municipios de España le corresponde un “borracho del pueblo”. No quiero decir que solo haya un alcohólico, puede que incluso todos los vecinos empinen el codo, pero hay siempre uno al que, normalmente por méritos, le cae el sambenito. En el caso del mío el incansable defensor del título fue durante muchos años el Pinzas, cruel mote que debía a una aguda artrosis que le había deformado las manos.

Daba igual 8 de la mañana que de la tarde, el Pinzas estaba siempre acompañado de una copa, chupito o cerveza -o todo a la vez-, con la cara roja y la mirada perdida. Soy incapaz de decir su edad porque para un niño / adolescente todo el que supera los 30 años es un señor mayor y él estaba incluido en ese amplio conjunto. Llevaba siempre dos paquetes de tabaco, uno de Ducados, para cuando bebía, y otro de Marlboro, para cuando no. Sabedor de que la ebriedad es una guerra de trincheras y de que en ese estado da igual fumar tabaco negro que rueda de camión, se guardaba para los ratos de sobriedad el rubio americano. Eso sí, el paquete de Marlboro yo siempre lo vi lleno.

A duras penas conducía una vieja Mobylette. Imagínese la dificultad de dirigir un ciclomotor de hierro con las manos agarrotadas y más vino que sangre en el cuerpo. Pese a eso, hasta donde yo sé, no tuvo ni provocó accidentes.

El Pinzas, en paz descanse, falleció una noche de invierno, en su casa, de hipotermia. La falsa sensación de calor del alcohol engañó letalmente a un cuerpo ya demasiado castigado. Cuando los dueños de los bares empezaron a echarlo en falta alguien fue a buscarlo y encontró su cadáver en una vivienda que, por no tener, no tenía ni muebles ni por supuesto calefacción.

De tan infausto personaje me llevé dos lecciones: 1- los mejores placeres de la vida hay que disfrutarlos sobrio. 2- la pobreza mata más rápido que la cirrosis.

sábado, 6 de marzo de 2021

De vecinos

 


Mi anterior vecina de arriba era prostituta. Yo no tenía ni idea de ello y viví durante años en la ignorancia. No es algo que tenga por qué saber, pero coincidiremos en que es un tipo de noticia que suele correr rápido entre el vecindario. Lo único que me llamaba la atención, eso sí, es que llenaba muy a menudo la bañera -que después supe era un jacuzzi- a horas muy extrañas y que andaba mucho con tacones. Supuse que era una mujer muy aseada y elegante.

Me enteré de su decana profesión de pura casualidad. Un día, entrando en mi patio me topé con un antiguo compañero del colegio. “Hostia, ¿qué haces aquí, JM?” “Pues mira, visitando a un cliente”. Pensándolo ahora, recuerdo que lo noté un poco incómodo. Además, me explicó que trabajaba de comercial industrial y no entendí bien a qué cliente podía estar visitando en una finca residencial, pero no le di mayor importancia. Tiempo después, en una cena de excompañeros, me confesó gintonic en mano que en realidad ese día el cliente era él. “Sí, hombre, la del noveno ce”. “No me jodas, JM, que yo vivo en el octavo ce”. Total, que en alguno de esos baños-jacuzzi que yo escuchaba de madrugada mientras intentaba conciliar el sueño estaba JM encima de mí haciendo burbujas.

Mi vecina se fue y llegó una familia del Opus. A estos sí los calé el primer día: pelazo repeinado, cara de recién salidos de misa y doscientos hijos. No me equivoqué, poco después me contaron orgullosos en una conversación de ascensor que llevaban a su numerosa prole a diferentes colegios segregados por sexo. 

Definitivamente, perdí con el cambio. Pasé de la posibilidad de cruzarme con JM de vez en cuando en el ascensor, que siempre es una alegría, a compartir vida vecinal con unos potenciales votantes de VOX. Por no hablar del ruido que hace ese equipo de fútbol de alevines al despertarse un domingo. Para más inri, la pareja opusiana tiene sexo con más frecuencia que la inquilina anterior, o al menos se les oye más. Y creo que este intercambio de papeles es lo que más me irrita: desde que el mundo es mundo es el divorciado -yo- el que tiene que molestar a los casados-con-hijos armando jaleo en noches de sexo desenfrenado, y no al revés.

En cualquier caso, la convivencia con mis vecinos Flanders tiene los días contados. Es cuestión de tiempo que, si siguen fornicando así y haciendo hijos como crepes, se tengan que mudar por una cuestión de espacio. Aunque archiven los niños en literas, que supongo será el caso, dejarán necesariamente de caber al llegar al techo. 

Llegado el momento, ojalá vuelva mi exvecina. JM y yo lo agradeceremos.

viernes, 26 de febrero de 2021

De nalgas y metralla

 

En el primer bombardeo de Valencia durante la Guerra Civil mi abuela perdió un hijo del que estaba embarazada. Mi abuelo trabajaba en astilleros, objetivo militar estratégico por motivos obvios, y cuando mi abuela se enteró de que justo ahí estaban cayendo las bombas que oía a lo lejos, abortó del susto.

A este bombardeo le siguieron otros muchos, durante meses. En los últimos, cuando las sirenas antiaéreas sorprendían a mi abuela preparando la comida, dejaba el puchero a mitad y bajaba al refugio quejándose airadamente de que le estaban interrumpiendo la cocción de las alubias. Los bombardeos se habían convertido en un simple e inoportuno estorbo cotidiano.

Hablando esto con un amigo me contó que su abuelo perdió el culo, literalmente, por salir a ver los bombardeos en lugar de refugiarse. Cuando sonaban las sirenas él y sus amigos subían a una terraza y se tumbaban a ver los aviones pasar tirando bombas, como si la cosa no fuera con ellos. En una de esas, un proyectil cayó demasiado cerca y un trozo de metralla le voló una nalga. Suerte que estaba tumbado bocabajo y no bocarriba, si no probablemente no habría tenido descendencia.

La percepción del miedo es irracional y subjetiva. Todos tenemos pánico a un posible atentado terrorista o un accidente aéreo siendo las probabilidades estadísticamente ínfimas y, sin embargo, vemos lejanas enfermedades como el cáncer, que sufrirá uno de cada tres de nosotros a lo largo de su vida. Y lo mismo con el Covid; muchos de los que hace un año desinfectaban la compra de Mercadona al llegar a casa se apuntarían ahora a una orgía belga llena de eurodiputados. Es evidente que pese a todo lo que hemos visto y vivido, o quizá precisamente por eso, le hemos perdido aquel respeto inicial al virus.

Decía Jean Paul que los cobardes tienen miedo durante el peligro y los valientes después. Ya que queda poco, seamos valientes teniendo cuidado. Yo al menos prefiero conservar el culo entero y sin metralla.

jueves, 18 de febrero de 2021

"Descachados"

 
Mi hijo (9 años) me dice últimamente, con esa mezcla de inocencia y crueldad propia de su edad, que desde el confinamiento me he “descachado”. Entiéndase con esto que quiere hacerme saber que ya no estoy “cachas”, o sea, fuerte. Y, más concretamente, que ya no tengo “tableta” (SIC). A decir verdad, nunca he tenido los abdominales de Cristiano Ronaldo, pero siendo de complexión delgada y practicando habitualmente deporte, en la mente de mi hijo su padre tenía un six-pack de portada del Men’s Health. Lo que sí es cierto es que a raíz de las restricciones Covid y de mi recién estrenado alcoholismo cervecero domiciliario, esa portada tendrá que esperar. Aun así, me temo que lo que subyace aquí es simplemente la pre-adolescencia de un hijo que empieza a dejar de idealizar al padre. Donde solo se veían virtudes se empiezan a ver defectos y donde había músculo ahora se vislumbra grasa. Tan natural como la vida. Es una fase con la que hay que lidiar y tener cuidado porque justo ahí, en ese “matar al padre” tan freudiano, es cuando comienzan a atraernos las nuevas experiencias y, por tanto, nuevos peligros. Lo prohibido adquiere un cariz más atractivo y lo que era muy malo ya no lo es tanto. De hecho, hasta el abusón de clase, en realidad, no parece tan cabrón… Mirándolo bien, es hasta majo, ¿verdad?

A todo esto, yo venía aquí hoy a hablar del hostiazo de PP y Ciudadanos y el auge de VOX en Cataluña. Aunque quizá no me he ido tanto.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Vicent

 


Anoche soñé que me encontraba por la calle con uno de los profesores que me -nos- pegaba en el colegio. Sí, “uno de”, porque había varios con la mano suelta. Recuerdo otro, el padre Canal, que incluso tenía una regla de madera -a la que llamaba cariñosamente “Matilde”- que utilizaba para repartir las hostias no consagradas. Todo esto, por cierto, con el conocimiento expreso y, por tanto, consentimiento de la dirección del colegio. Luego que por qué detesto a los curas.

A lo que iba: mi encuentro onírico con Vicent, que así se llamaba el profesor agresor en cuestión. He de reconocer que muchas veces le he dado vueltas a la posibilidad de que esto ocurra en la realidad. En el hipotético caso de que sucediera y él no fuera solo, había pensado revelar a sus acompañantes su pasado como agresor de niños. Aunque la verdad, dudo que su entorno lo desconozca porque debe ser algo difícil de ocultar. También había barajado preguntarle a él si seguía pegando (me consta que aún ejerce) como antes. Y, no voy a mentir, por supuesto me he regodeado en la idea de devolverle alguno de los golpes que él tan generosamente me dio hace casi 30 años. Pero claro, ya debe ser un señor mayor y eso desmerece cualquier opción violenta.

Sin embargo, en el sueño de anoche lo que hice fue quitarle unas llaves que llevaba en la mano y tirárselas al suelo, debajo de un coche. Curiosamente, lo único que yo quería era verle arrastrase recogiéndolas. He de decir que como idea de venganza contra un agresor me parece un poco floja, pero tenía bastante impacto visual verlo a cuatro patas, humillado.

Lo mejor del sueño, sin duda, fue lo que me dijo al encontrar las llaves: “¿Sabes? me llega todo lo que escribes”. Yo le respondí que era imposible, que lo guardaba todo y que como mucho enviaba algún relato a algún concurso. “Pues me llega. Y es todo una puta mierda”, zanjó. Hasta en sueños sabe hacer daño, el cabrón.