Mi mejor amigo siempre me habla
con justificado orgullo de su abuelo republicano, condenado a muerte en el
franquismo por ayudar a los rojos falsificando documentación. La pena capital le fue conmutada al
tiempo por cadena perpetua, para luego volver a ser condenado a muerte por otro
tribunal, hasta finalmente salir de la cárcel años después por un indulto.
Durante todo ese calvario de condenas su mujer se tuvo que jugar el tipo
haciéndose pasar por su hermana para poder visitarle en la cárcel, a riesgo de
ser capturada también. Historias de película de una España no tan lejana que
algunos quieren dejar escondida en las cunetas.
El otro día mi amigo me habló de
un concepto que su abuelo mencionaba a menudo: “la sonrisa del facha”. Hacía
referencia a ese odioso gesto de superioridad que lucen los fascistas incluso, o
sobre todo, cuando están jodiendo a los demás. Es esa sonrisilla tontorrona sustentada por su estatus de clase pudiente. Muchos borregos herederos de la España
del “vivan las cadenas” aplauden ingenuamente estos gestos afirmando que son una
demostración de mano dura. (Véase la sonrisa de Esperanza Aguirre hablando de
quitar subvenciones y “mamandurrias” mientras enchufa a su hermana con Ana
Botella).
Esa sonrisa del fascista es inversamente
proporcional a la nuestra, a la de los trabajadores. Su alegría es nuestra
desgracia y para ejemplo el despiporre del PP en el Congreso aprobando los
mayores recortes de la historia de nuestra democracia.
Muchos hablan de la crisis actual
como una guerra encubierta. Y si es así, desde luego en lo que se refiere a la moral
nos la están ganando. Tenemos que sacar pecho y borrarles sus sonrisas
fascistas de la cara para lucir la nuestra. Detrás de la suya está su orgullo
de clase y de dinero, pero detrás de la nuestra está el placer de habernos
ganado lo nuestro con honradez, trabajo y esfuerzo, sin corruptelas, ni enchufes,
ni mierdas.
Empecemos por ahí.
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