Ya he contado en alguna ocasión las pequeñas diferencias que nos
separaban a mí y a mi padre -éramos polos opuestos, más bien-. Pero había dos
puntos en común que nos unían. Uno era el cine, sobre todo el clásico.
Películas de los años 40 y 50, cine negro, Orson Welles, James Stewart, los
previsibles westerns de John Ford, los geniales papeles de malo de Edward G.
Robinson, los personajes machistas y arrogantes -pero nobles- de Humphrey
Bogart, la elegancia de Ava Gardner y un largo etcétera. Películas en su
mayoría con guiones maniqueos, cuya inocencia plasmaba el ideal de otra época de un mundo mejor.
Y sí, exigen al espectador actual cierta permisividad con algunos detalles que
resultarían ridículos en películas de hoy en día. Pero algunas, no digo todas,
son sencillamente mágicas.
Nuestro otro nexo de unión era el Valencia C.F. . De pequeño yo
era uno de esos raritos de clase a los que no le gustaba el fútbol. Resultó ser
una afición tardía y forzosa fruto de la insistencia de mi padre, que sutilmente
me regaló el pase de Mestalla y de mi hermano, que no dejó de darme el coñazo
hasta que sentí los colores.
La vida hizo que el primer título que pude disfrutar con él lo
ganáramos el último año que estuvimos juntos (Copa del Rey, 1999). Y la vida
también hace que en el primer año de vida de mi hijo, del nieto que no conoció
y que lleva su nombre, tenga el Valencia, su Valencia, nuestro Valencia, la
oportunidad de conseguir otro título, esta vez europeo. Llamadme sentimental,
pero el hecho de que hoy pasen a la final para mí es algo más que fútbol.
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